Nunca hubo chicas en los aeropuertos aguardando su llegada
con pancartas y mensajes de apoyo tras una exitosa actuación. El negro de su
vestimenta era una macabra metáfora de un destino luctuoso. Sobre el pasto de
los estadios fueron perseguidos y tuvieron que correr. Triste existencia la del
árbitro, cuyo mayor éxito radica en que nadie se acuerde de él ni de sus
familiares. Un marginado. Un incomprendido. Para muchos, un mal necesario.
Todo cambió en 2002. El músico y letrista británico Nigel Blackwell, de la banda Half Man Half Biscuit, dejó de mirar embobado al balón y se centró en ese señor que corría de un lado a otro y gesticulaba constantemente. Por un instante deseó haber sido árbitro de fútbol. Era tarde, pero intentó ayudarle. Consciente de sus limitaciones, comprendió su frustración, se sintió solo como él y le escribió el himno más conmovedor que jamás le hayan dedicado al colectivo arbitral (la competencia era inexistente): The Referee’s Alphabet. Se desconoce si fue el apellido de Blackwell el que provocó tamaña solidaridad, pero lo cierto es que puso en clave de sol lo que muchos sólo nos atrevíamos a pensar en la intimidad, por miedo a ser marginados de habernos atrevido a gritarlo en medio de nuestra taberna.
Todo cambió en 2002. El músico y letrista británico Nigel Blackwell, de la banda Half Man Half Biscuit, dejó de mirar embobado al balón y se centró en ese señor que corría de un lado a otro y gesticulaba constantemente. Por un instante deseó haber sido árbitro de fútbol. Era tarde, pero intentó ayudarle. Consciente de sus limitaciones, comprendió su frustración, se sintió solo como él y le escribió el himno más conmovedor que jamás le hayan dedicado al colectivo arbitral (la competencia era inexistente): The Referee’s Alphabet. Se desconoce si fue el apellido de Blackwell el que provocó tamaña solidaridad, pero lo cierto es que puso en clave de sol lo que muchos sólo nos atrevíamos a pensar en la intimidad, por miedo a ser marginados de habernos atrevido a gritarlo en medio de nuestra taberna.
Con un ritmo country repetitivo y anodino desgranó las características del arbitraje por orden alfabético, otorgando un término a cada letra. Blackwell creyó que su mensaje era tan potente que ni siquiera hacía falta cantar. Simplemente recitó su abecedario con una guitarra y un modesto coro como séquito. Lo intentó, pero The referee’s Alphabet nació condenada. Hoy es ignorada por Amazon y coge polvo en los estantes de iTunes.
Se vistió de árbitro, sólo así se entiende tal condescendencia. Criticó a los jugadores que fingen agresiones, a los que alientan supuestas conspiraciones arbitrales, a los que insultan desde lejos y a los que dicen estar siempre en posición reglamentaria. Ridiculizó a los que piden la sanción para un rival y comprendió que esa polémica que tantas páginas de periódicos ocupa forma parte del show tanto como los propios goles.
El bueno de
Blackwell se ganó para siempre el respeto de los colegiados con estrofas como
ésta, que narra las lindezas que todo colegiado ha escuchado sobre un terreno de juego: <<The N, the N is for the numbskull who during the Boxing Day game
asks me what else I got for Christmas besides my whistle: “An afternoon with
your wife mate”>>.*
La cantinela termina con un párrafo memorable que define a
la perfección la existencia de estos jueces balompédicos: <<And the Z. Well the Z
could be for Zidane, Zico, Zola, Zubizarreta, Zoff, even Zondervan… But in fact for the zest with which
we approach our work. Without this zest for the game, we wouldn’t become refs. And
without refs, well… zero.>>** Les reconoce como grandes aficionados al
fútbol y les sitúa a la misma altura que Zidane o Dino Zoff. Exagera, pero no
tanto.
A ningún niño le gusta que le insulten. Ningún chavalín
quiere expulsar a sus compañeros de clase. Los niños quieren marcar goles. Ser
admirados por ellos y deseados por ellas. Todos quieren ser Neymar. Ninguno Ayza Gámez. Acertó Vicente Verdú en su libro El Fútbol. Mitos ritos y símbolos cuando comparó la labor del trencilla con la
de un juez o un cura. Respetados y temidos a partes iguales, nadie desea estar
en su lugar. A los árbitros, como a los sacerdotes y a los jueces, se les
conoce por sus apellidos. Nadie se atreve a pronunciar sus nombres. Imponen
respeto. Los tres vistieron de negro y aplicaron la ley: el juez con su mazo,
el cura con su cruz y el árbitro con su estridente silbato. El negro
intimidaba. Alguien cayó en la cuenta y les dio camisetas con colores llamativos.
Quién sabe, quizá acababa de escuchar The Referee’s Alphabet.
*<<La N, la N es para ese estúpido que durante un
partido del Boxing Day me pide lo mejor que conseguí por Navidad además de mi
silbato: “Una tarde con tu esposa”>>
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